¡Dios mío!
¡Las seis menos cuarto de la mañana! A correr.
Si, señor,
a correr. Era el primer día después de 15 años de estar trabajando
en aquella empresa que llegaba tarde. El despertador no sonó al
pararse, al parecer por falta de pilas, a las 3 de la mañana. Mi
horario de entrada eran las seis, pero tenía mas de 20 minutos en un
trayecto que usualmente hacía en autobús; el L-22, más
concretamente. Ni dándome toda la prisa posible llegaría a tiempo.
Me vestí,
arreglé y desayuné tan rápido como jamás lo había hecho.
Salí a la
calle corriendo para ver si aún podía coger el autobús, que
algunos días llegaba un poco mas tarde... podía dar la casualidad y
tardar un poco más. No. No dio la casualidad y ya el próximo no
salía hasta dentro de 20 minutos. Imposible -me dije- y decidí
coger el metro.
No me
quedaba muy lejos, pero no lo había cogido nunca en aquella estación
ya que tenía la costumbre de tomar el bus... y por la confianza que
tenía con uno de los conductores, una mujer joven, simpática y
agraciada, con quien coincidía normalmente a aquellas horas. Todavía era
de noche y bajé las escaleras de acceso.
Hacía frío, incluso
dentro, debía ir totalmente destemplado del súbito despertar; ello
me hizo abrocharme bien el abrigo que llevaba. Me dio el billete una
gris taquillera, fría como el tiempo, que ni se dignó a mirarme al
entregármelo. Accedí al andén y me senté en espera del siguiente
convoy.
El tren no
tardó mucho en hacer acto de presencia en aquella gélida estación,
que parecía estar al aire libre si no supiera que estaba a unos 10
metros bajo el nivel del suelo.
Poca gente.
Cambié de vagón al ver el par de “pintas” que iban en el que me
tocaba entrar. Entré en uno vacío, me senté cómodamente en uno de
los asientos que daban hacia la ventana y empecé a leer el periódico
para poder olvidar los nervios de mi primer día de impuntualidad; 30
euros de multa no me los quitaría nadie, me apostillé.
El metro
arrancó suavemente entre el sonido de sus motores eléctricos y ejes
nuevos.
Un rato
después, me di cuenta de que debíamos estar llegando y plegué el
diario; estábamos entrando en la estación. Un estremecimiento me
recorrió todo el cuerpo: llegábamos a la misma estación de
partida.
-¿Qué pasa
aquí? ¿Me he dormido? ¿Me he equivocado?- No podía dar crédito a
mis ojos. Se escapaba a mi racionalidad.
El vagón
volvió a arrancar. Esperé la siguiente parada y... un sudor frío
como el ambiente me inundó el cuerpo: estaba entrando y saliendo
continuamente de la misma estación. No estaba durmiendo, no era un
sueño. Era real.
La misma
gris e impersonal taquillera, los mismos tipos en el vagón de
delante, la misma colilla humeante. Toda la situación me produjo un
ataque de pánico que malamente contuve y salí con la máxima
brevedad posible del tren y de aquellas instalaciones malditas.
Subí los
escalones de tres en tres y me metí directamente en un rancio bar
que había frente la salida del “metro”. Encargué un cortado y
me fui rápidamente al lavabo. Los nervios, sin duda.
Estando en
situación me di cuenta que aún llevaba el tiquet azul del metro y
no dudé en tirarlo por el retrete a la vez que estiraba de la
cadena; no quería nada que me recordara tan angustioso momento.
Una vez
fuera, no pude contenerme y le expliqué lo que me había sucedido al
veterano camarero.
¿Metro?
Perdone, caballero, usted se equivoca. Aquí no hay parada.
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No podía dar crédito a
mis ojos. Se escapaba a mi racionalidad.
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