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martes, 30 de julio de 2013

Hoy, relato: El semáforo

Era una mañana tediosa, como todas en las que te levantas forzado para ir a trabajar. Había cogido mi coche, como cada día, y transitaba más o menos adormilado por las, a aquellas horas, muy concurridas calles de mi ciudad.

Conducía con la tranquilidad que permite un día laborable a primera hora lleno de tráfico cuando, yendo por una amplia avenida de sentido único, me puse, no sin dificultad, al carril de más a la izquierda dispuesto a girar a la izquierda cuando me fuera posible. Llegando a la altura de un semáforo que siempre está en verde, de repente, algo me acabó por despertar de golpe. 

Un viejecito venerable con una gran barba blanca y bastón, se aproximaba hacia el paso de peatones, tocaba el botón que hace poner en rojo el semáforo a los coches para permitir el paso de los peatones, y... ¡Ha desaparecido!. Aunque yo no circulaba muy rápido, lo he sobrepasado de seguida y por el retrovisor he intentado cerciorarme de que no estaba el abuelete. Allí no había nadie. He supuesto que debían haber sido alucinaciones mías del madrugón y que no debía darle más importancia.

De hecho, el primer día no le di la mayor importancia, pero cuando cuatro días seguidos, a la misma hora y en el mismo sitio, te desaparece la misma persona, al final acabas por cuestionarte muchas cosas. ¿Qué podía ser eso? ¿Una alucinación recurrente? ¿Una holografía publicitaria? ¿El café de la mañana demasiado cargado? Me propuse descubrirlo.

Desgraciadamente no podía ir un día normal y repetir la historia, ya que siempre llegaba justo al trabajo y la empresa no está tampoco como para pedirle muchas fiestas, por lo que aproveché un sábado por la mañana para ir andando y hacer lo que hacía aquel anciano fugitivo. Me puse a pie del paso de peatones y, en principio, todo era normal. No había mucho tránsito tampoco pero si no apretaba el botón, no se me cambiaría el semáforo para poder pasar. Y lo apreté.

Me quedé de piedra al ver que todo se había parado. ¡Todo! Los coches que pasaban se detuvieron de golpe, los transeúntes de la otra acera se quedaron inmovilizados, una hoja quedó paralizada en el aire e incluso una paloma había quedado congelada en medio de su vuelo. Asombroso. El tiempo se había parado para todo el mundo menos para mí.

Con los ojos como platos decidí atravesar la calle, y lo hice sin ninguna dificultad. Me fijé incluso en un coche de matrícula francesa, cuyo conductor me estaba mirando, y que estaba inmóvil en una posición próxima a la que normalmente tenía yo cuando veía desaparecer al viejo. Llegué a la otra acera y a los pocos segundos, todo volvió a ponerse en marcha. La paloma continuaba su vuelo, la hoja llegó al suelo y los coches continuaban su veloz marcha. Nada había pasado. Era, simplemente, increíble. Yo, no entendía nada.

En aquel mismo momento, un conductor francés se volvía medio loco intentando explicarse porqué aquel hombre había desaparecido delante de sus narices al apretar el botón del semáforo.

¿El café de la mañana demasiado cargado?

miércoles, 10 de julio de 2013

Hoy, cuento: El diario

Volvía del trabajo. No había sido un día excepcionalmente duro, pero el mero hecho de tener que ir a la oficina, ya resultaba bastante agotador para alguien que no iba al trabajo por un especial deseo de realización personal.

Iba por la calle con la prisa de quien lo tiene todo hecho y se solaza en el disfrute de un camino monótono de cotidianeidad, cuando me fijé en un diario que alguien había dejado en un precario equilibrio encima de un buzón de correos. Me llamó la atención y lo cogí.

Era un diario del día de aquellos que a cambio de enterarte de que en peluquería “Piluca” te hacen unas mechas de colores muy bien de precio, te informan con cierta profusión de lo que ha pasado en tu entorno. Mi escasa melena me impedía poder aprovecharme de la oferta, pero ello no era óbice para empaparme de la información del día, aunque ya quedara poco para que el mismo acabase.

Empecé a leer ávidamente el adoptado diario mientras continuaba mi retorno a casa, no sin riesgo de comerme un farol de la calle o pisar una perdida alegría canina. Todo era interesante: los artículos de información nacional o local, la sección de deportes, las entrevistas, el horóscopo...

Me estaba empapando de información y ya casi me chorreaba, cuando levanté la vista del papel; mi vista periférica era muy buena, pero todo tenía un límite. Me paré de golpe.

¿Dónde estoy? -Me pregunté.

De primer golpe de vista no reconocía absolutamente nada de lo que me rodeaba; era una calle destartalada y vieja, el alcantarillado estaba en penosas condiciones, así como la acera, y en el ambiente se respiraba un hedor hediondo. Los árboles estaban medio muertos y los edificios eran auténticos  castillos de naipes en ruinas que amenazaban con venirse abajo en cualquier momento, a pesar de lo cual, la gente seguía viviendo en ellos. Las personas que se cruzaban conmigo iban harapientas y pobres e incluso los coches que circulaban por el levantado pavimento eran unas cafeteras mecánicas con ruedas llenas de parches. Estaba estupefacto.

Una vez recompuesto un poco de la impresión, pude reconocer una serie de detalles de distribución de las cosas en la calle, que me hizo reconocer por donde iba. ¡Iba por el camino correcto!

¿Que había pasado? ¿Me hacía efecto ahora el carajillo de coñac de después de comer? Me dio un repelús.

 Me estaba desplazando conforme mi rumbo habitual, pero todo estaba cambiado y, encima, para peor. Era rarísimo e inexplicable, al menos para mis entendederas. Aceleré el paso y me dirigí casi a oscuras hacia mi casa ya que la calle estaba alumbrada con una potente bombilla de cuarenta vatios cada setenta metros. Curiosamente, la fachada del Ayuntamiento se parecía al Teatro Real en día de estreno.

La vida parecía que seguía normalmente a pesar de todo. Yo, por mi parte, tenía ganas de llegar a casa y saber que pensaba mi mujer de este sindiós sin explicación aparente.

Al llegar a la puerta de la vivienda me encontré, como era costumbre diaria al coincidir nuestros horarios, al vecino que se dirigía a su trabajo. Siempre iba mal arreglado ya que trabajaba en una fabrica de encargado de mantenimiento de maquinaria pesada y, para él, no tenía gran sentido ir de esmoquin a hacer su faena diaria. Un esmoquin era justamente lo que vestía en aquel momento. Realmente, hacía un efecto raro a la vista un individuo con traje de noche y una pesada caja de herramientas metálica en el hombro.

Subí las escaleras de dos en dos por la desvencijada escalera hasta mi piso, cuya puerta me dio al tacto la consistencia de un cartón más que de una madera. Yo sabía que no era gran cosa pero, al menos, cuando me había ido por la mañana era una puerta decente. Le pregunté qué había pasado a mi mujer, que me salió a recibir con una penosa bata de guatiné, unas roídas zapatillas y un erótico conjunto de rulos y redecilla en la cabeza. ¿El mejor detalle? la colilla de “celtas” sin emboquillar que llevaba en la boca.

Nada, cariño. ¿Que va a pasar? Debes estar cansado –Me respondió-.

La cara de bobo que me debió quedar debe ser de antología, porque me hizo sentarme en el sofá, antaño cómodo y agradable y en este momento pringoso y roñoso, que crujió con ansiedad cuando me senté encima. La tele estaba encendida, pero de ser una televisión a color y bastante nueva, era un aparato viejo, en blanco y negro y con los mandos pegados con papel de celo. Estaban dando las noticias en la cadena pública nacional.

Al ratito de verlas, mi piso se convirtió en un palacio.

Me llamó la atención y lo cogí.

miércoles, 3 de julio de 2013

Hoy, cuento: La ilusión

Todas las mañanas el mismo camino. Un día tras otro, la misma hora, los mismos coches, las mismas caras desconocidas, la misma cola. Eran las nueve de la mañana de un viernes y estaba atascado en una de las formidables colas que se generan, nadie sabe porqué, en la autopista de entrada a la ciudad. Hoy la situación era aún peor si cabe, ya que los coches estábamos atrapados en la ratonera en que se convierte la muy segura y cómoda vía de acceso cuando se encuentra colapsada por los automóviles.

Avanzábamos poco a poco por el mar de coches cuando, de repente, una avispa se metió dentro del habitáculo. El miedo atroz a este tipo de insectos, me hizo reaccionar violentamente a golpes de trapo contra el pequeño intruso el cual, posiblemente, hubiese salido por sus propios medios de no haber actuado yo de forma tan inconsciente. Estaba tan atemorizado que tenía que matarla.

En uno de los exagerados movimientos de caza golpeé sin darme cuenta el volante y, a pesar de la baja velocidad que llevábamos, el coche se descontroló y cambió de carril. El hecho de que el vehículo fuera equipado con dirección asistida, junto con el fuerte golpe al volante, me impidió una rápida rectificación y me abalancé contra el coche que se encontraba a mi lado.

El impacto se auguraba de órdago, pero insospechadamente me encontré circulando correctamente por el carril al cual me había cambiado, y con el automóvil al que iba a embestir en mi posición original.

¿Qué había pasado aquí? Nada me impedía haberme dado el gran golpe, pero no me lo había dado y, por si fuera poco, el coche de al lado se había movido de sitio mágicamente a la posición que había dejado yo. Quedé estupefacto. No sabía darle una razón lógica al asunto y no podía entenderlo. A todo esto, seguíamos avanzando a paso lento y la avispa, tan sana como cuando entró, aprovechó el momento para huir por la ventana.

En un momento de locura, pisé el acelerador con todas mis fuerzas dispuesto a empotrarme contra el vehículo de delante. Efectivamente, no pasó absolutamente nada: yo pasé a su sitio y él pasó al mío. Algo que no acertaba yo a comprender hacía que todos mis “compañeros” de atasco fuesen virtuales, una especie de hologramas perfectos que representaban a otros coches en mi misma situación. Ello significaba entonces que no había nadie en aquella ancha autopista más que yo. Quien fuera que estaba haciendo esto, sabía que en una situación así no iba a permitir que mi coche tocara el delante y, ni mucho menos, los de los lados. Su jugada era segura, pero no pudo contar con mi miedo a las avispas. El porqué de esta mentira, lo ignoraba completamente.

Aumenté la velocidad y fui atravesando los coches uno tras otro cual fantasma atraviesa los muros, pero no sólo atravesaba turismos, sino pesadas grúas, autobuses, camiones, motos, en definitiva, de todo. Iba sólo y podía correr todo lo que me viniera en gana y cambiar de carril cuando me apeteciera. Los otros automóviles sencillamente no existían e iban ocupando los sitios que yo dejaba libre. Para colmo, frené y di marcha atrás; nadie me impedía la maniobra, pero un roce en la puerta con un guardarrailes me hizo ver que éstos sí eran reales. La carretera existía, pero los que lo ocupaban no. ¿Qué juego era éste?

Abandoné la autopista en la salida más cercana, alcanzándola en unos pocos instantes a pesar del intenso tráfico que asemejaba haber delante de mí..

Me incorporé a una carretera secundaria atestada de vehículos virtuales y anduve muchos kilómetros sólo en medio de una falsa vorágine de tráfico. Para comprobarme a mí mismo de la veracidad de lo que estaba viviendo, paré mi coche en medio de la carretera y bajé. Era increíble. Yo no estaba loco y no estaba sufriendo una alucinación, puesto que mi coche sí existía y yo estaba en medio de la calzada, sentado, viendo como pasaban tractores y furgonetas por encima de mí, sin sentir lo más mínimo. No lo entendía, pero a alguien o a algo le interesaba tenerme engañado pintándome una realidad ante mis ojos que no tenía nada que ver con la que verdaderamente existía.

Una súbita presión, seguida de un golpe de calor, me propulsó fuera de la calzada y me estampó contra unos arbustos de la cuneta. Dolorido me incorporé y vi lo que había pasado: un trailer a toda velocidad había impactado contra mi automóvil, provocando una explosión y una onda expansiva que me envió unos cuantos metros más allá. El conductor del trailer no había sufrido daños de consideración, pero mi coche quedó destrozado.

El angustiado camionero, me comentó que había tenido mi misma experiencia, pero él se había dado cuenta al dormirse un momento al volante. El exceso de confianza en lo que sucedía hizo el resto.

No encontramos explicación plausible a todo lo sucedido pero ninguno de los dos volvimos a tentar a la suerte. Tras nuestra vivencia, tenemos la certeza de que los vehículos que nos rodean, esos vehículos que nos frenan allá donde vayamos, son una farsa, pero...

¿Quién pone su vida en riesgo para descubrirlo? 

¿Qué había pasado aquí?