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lunes, 28 de abril de 2014

Hoy, cuento: El Metro

¡Dios mío! ¡Las seis menos cuarto de la mañana! A correr.

Si, señor, a correr. Era el primer día después de 15 años de estar trabajando en aquella empresa que llegaba tarde. El despertador no sonó al pararse, al parecer por falta de pilas, a las 3 de la mañana. Mi horario de entrada eran las seis, pero tenía mas de 20 minutos en un trayecto que usualmente hacía en autobús; el L-22, más concretamente. Ni dándome toda la prisa posible llegaría a tiempo.

Me vestí, arreglé y desayuné tan rápido como jamás lo había hecho.

Salí a la calle corriendo para ver si aún podía coger el autobús, que algunos días llegaba un poco mas tarde... podía dar la casualidad y tardar un poco más. No. No dio la casualidad y ya el próximo no salía hasta dentro de 20 minutos. Imposible -me dije- y decidí coger el metro.

No me quedaba muy lejos, pero no lo había cogido nunca en aquella estación ya que tenía la costumbre de tomar el bus... y por la confianza que tenía con uno de los conductores, una mujer joven, simpática y agraciada, con quien coincidía normalmente a aquellas horas. Todavía era de noche y bajé las escaleras de acceso. 

Hacía frío, incluso dentro, debía ir totalmente destemplado del súbito despertar; ello me hizo abrocharme bien el abrigo que llevaba. Me dio el billete una gris taquillera, fría como el tiempo, que ni se dignó a mirarme al entregármelo. Accedí al andén y me senté en espera del siguiente convoy.

El tren no tardó mucho en hacer acto de presencia en aquella gélida estación, que parecía estar al aire libre si no supiera que estaba a unos 10 metros bajo el nivel del suelo.

Poca gente. Cambié de vagón al ver el par de “pintas” que iban en el que me tocaba entrar. Entré en uno vacío, me senté cómodamente en uno de los asientos que daban hacia la ventana y empecé a leer el periódico para poder olvidar los nervios de mi primer día de impuntualidad; 30 euros de multa no me los quitaría nadie, me apostillé.

El metro arrancó suavemente entre el sonido de sus motores eléctricos y ejes nuevos.

Un rato después, me di cuenta de que debíamos estar llegando y plegué el diario; estábamos entrando en la estación. Un estremecimiento me recorrió todo el cuerpo: llegábamos a la misma estación de partida.

-¿Qué pasa aquí? ¿Me he dormido? ¿Me he equivocado?- No podía dar crédito a mis ojos. Se escapaba a mi racionalidad.

El vagón volvió a arrancar. Esperé la siguiente parada y... un sudor frío como el ambiente me inundó el cuerpo: estaba entrando y saliendo continuamente de la misma estación. No estaba durmiendo, no era un sueño. Era real.

La misma gris e impersonal taquillera, los mismos tipos en el vagón de delante, la misma colilla humeante. Toda la situación me produjo un ataque de pánico que malamente contuve y salí con la máxima brevedad posible del tren y de aquellas instalaciones malditas.

Subí los escalones de tres en tres y me metí directamente en un rancio bar que había frente la salida del “metro”. Encargué un cortado y me fui rápidamente al lavabo. Los nervios, sin duda.

Estando en situación me di cuenta que aún llevaba el tiquet azul del metro y no dudé en tirarlo por el retrete a la vez que estiraba de la cadena; no quería nada que me recordara tan angustioso momento.

Una vez fuera, no pude contenerme y le expliqué lo que me había sucedido al veterano camarero.

¿Metro? Perdone, caballero, usted se equivoca. Aquí no hay parada.


No podía dar crédito a mis ojos. Se escapaba a mi racionalidad.