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miércoles, 2 de marzo de 2016

Hoy, cuento: El descampado

No...no... no. No puede ser. Me ha visto. ¡Me ha visto!

No tenía que haber pasado por aquel descampado.

Mi inconsciencia, mis ganas de atajar, mi confianza desmesurada en mí mismo, mi soberbia cimentada en un volátil "nunca pasa nada"... todo ello me había jugado una mala pasada y ahora estaba pagando las consecuencias. Unas consecuencias que me pueden llevar a la muerte. Así de directo. Así de crudo.

Podía haber seguido mi camino orillando aquel solar, en la comodidad de un camino conocido y seguro aunque algo más largo. Pero no; más chulo que un ocho he decidido tomar el trayecto más corto. Si hubiera conocido a mi madre, seguro que me habría aconsejado lo que mis amigos ya me repetían una y otra vez: desconfía de los páramos desiertos. Pero no.

Era atardecido, y el sol se apresuraba a esconderse tras los altos edificios que, hacia poniente, marcaban el límite del horizonte. No me lo pensé dos veces y decidí encarar el inquietante descampado que, entre las primeras penumbras, se presentaba ante mí. Otras veces lo había hecho y nunca me había encontrado con problemas. No tenía miedo.

Al poco de haber puesto el pie en la desnuda tierra, algo me indicó que la cosa no iba bien.

Por el rabillo del ojo podía ver cómo fugaces sombras se movían confundiéndose con la oscuridad que los últimos estertores de luz no llegaban a iluminar. Un escalofrío de temor me recorrió el cuerpo entero. Imaginaciones mías que, por inverosímiles, deseé fervientemente que fueran realidad. 

Intenté acelerar el paso. No pude. El miedo me había bloqueado. 
De repente, un sonido seco a mis espaldas, como el de quien pisa el suelo con toda la fuerza de la gravedad. Me giré con toda la lentitud que el terror de sentirse la presa ante un despiadado depredador me permitió. Y allí estaba, quieto, mirándome impertérrito con sus ojos fríos como el hielo sin el menor atisbo de misericordia y amenazándome con su puntiaguda y acerada arma. Se dirigió hacia mí.

El grito más horrendo jamás sentido no salió de mi paralizada boca.

Reaccionando mucho más rápido de lo que yo mismo esperaba, conseguí refugiarme y ponerme a cubierto pero, para mi despiadado atacante, yo era el objetivo. Y no me iba a dejar escapar así como así. Me ha visto. ¡Me ha visto!

El improvisado bastión temblaba por todos sitios. Los tremendos golpes que recibían las, en principio, sólidas paredes no hacían presagiar nada bueno. Acabará entrando. Acabará conmigo. Tengo miedo. Tengo pavor.

Sonó un crujido. El fin.

El pequeño zorzal había conseguido, finalmente, un caracol que llevar a su hambrienta prole.


No tenía que haber pasado por aquel descampado